jueves, 22 de marzo de 2018

EL LETRERO Cuando D. Federico llegó a aquel pueblo de la Sierra de Alcubierre, le sorprendió que no hubiese nadie en la calle. Acababa de llegar a Villanueva del cielo, que bien podría llamarse así o de cualquier otro modo, en calidad de maestro y, en contra de sus expectativas, se vio solo al bajar del autobús que lo había transportado desde Huesca hasta la plaza mayor del lugar. Se dirigió al bar, entró, se acomodó en una mesa alejada de la puerta y los rigores climáticos de aquel mes de septiembre y esperó pacientemente a que alguien saliese a atenderlo. Todo ello con poco éxito, por cierto, ya que la temperatura alcanzaba los 29 grados en el exterior y nadie salió a su encuentro, ni nadie había allí, estaba totalmente solo, por lo cual, decidió relajarse, servirse una vaso de agua fría y esperar. Una vez acomodado y al fresco, absorto en sus más íntimos pensamientos, ajeno a todo cuanto le rodeaba, le daba vueltas a la cabeza intentando encontrar un argumento lo suficientemente válido como para presentarse ante el inspector y solicitar el cambio de destino antes incluso de haber comenzado. Desde el principio le molestó meterse en un pueblo perdido de la mano de Dios, en aquella sierra y alejado de todo, para aún por encima encontrarse ante aquella situación más propia de una película de Buñuel que de la vida real. Se preguntaba como era posible que ni siquiera el tabernero, a la postre su anfitrión durante aquel curso que comenzaba, estuviese esperándolo a su llegada. Que clase de gente habitaba aquel perdido pueblo de las montañas que dejaba todo abierto, y desaparecía sin más. Escuchó pasar un coche a bastante velocidad para el lugar y salió tan rápido como pudo a su encuentro, le hizo señales para que se detuviese pero en conductor le devolvió lo que entendió como un saludo y continuó su marcha sin detenerse. D. Federico que en ese instante pensó en el inmenso trabajo que tenía por delante para educar a aquellas gentes, dejó su pesado equipaje en el bar y comenzó a caminar en la misma dirección que lo había hecho el vehículo. A penas alcanzó los cincuenta pasos cuando se encontró de frente con un gran letrero que, presidido por una cruz decía, AMEN. Dios mío, ni siquiera el cura sabe escribir, pensó. Siguió su camino y al poco rato encontró otro cartel que decía lo mismo, AMEN, y al rato otro, y otro y otro más, hasta que se encontró ante otra plaza, esta presidida por una hermosa iglesia de estilo gótico. Allí estaban todos, vehículos, personas y animales, a simple vista, parecía que el templo estaba tan lleno que los que estaban fuera no era por elección, si no por la imposibilidad de entrar. Se acercó a un banco de madera, se sentó y permaneció inmóvil hasta que una señora mayor se le acercó, le sonrió y se dirigió a él: - O mucho me equivoco o Vd. debe de ser el nuevo maestro - Pues si, está usted en lo cierto, contestó con desgana y sin disimular su enfado. - Por favor, no se enfade, es que la misa de los domingos es el más importante acontecimiento de la semana para la gente de este pueblo y todo el mundo viene. - No sabía yo que venía a un lugar tan devoto, contestó - No, no. Si aquí casi nadie es creyente, le contestó la anciana con una mueca de complicidad. - Están todos en misa, como cada domingo, sin excepción, ¿y me dice que casi nadie es creyente? - Exactamente, eso es lo que le acabo de decir - Pues no lo entiendo, la verdad, contestó el maestro mientras pensaba que el clima y la incomunicación habían vuelto a toda aquella gente loca. - Ya lo entenderá cuando lleve aquí un tiempo, contestó, se levantó y se fue. Aquella forma de terminar la conversación no hizo más que afianzar los peores temores de D. Federico, que se quedó plantado y sin argumentos positivos que anteponer a sus frustraciones. Levantó la vista, y vio algo que le había pasado desapercibido, a pesar de su colorido y descomunal tamaño. Allí, en la misma iglesia, colgado entre las torres norte y sur de la misma, había un letrero de al menos treinta metros de largo por quince de alto, y con letra del tamaño de un autobús que decía, AMEN. Aquello Dejó a nuestro protagonista tan desconcertado que se convenció definitivamente de que su destino era un manicomio gigante en medio de las montañas y regido por dementes. Se levantó, salió de la plaza tan rápido como pudo y enfiló el camino hacia el bar con la intención de recoger sus cosas e iniciar el camino de vuelta hacia la capital, donde al día siguiente le relataría al inspector sus vivencias en el pueblo. Según avanzaba, reparó en que también en sentido contrario a la iglesia había una interminable sucesión de letreros con las misma leyenda, de diferentes, tamaños, formas y colores, pero todos con la misma frase, AMEN. No llevaba más de cinco minutos sentado en la parada cuando apareció a toda velocidad el vehículo que antes lo había hecho en dirección contraria, se paró bruscamente frente al maestro y dos hombre de aspecto fornido y rudo bajaron y se dirigieron corriendo hacia él, lo cual hizo que los peores pensamientos se instalasen en su ya atormentada cabeza. - Pero hombre, ¿Cómo se queda Vd. ahí con el calor que hace?, dijo el más alto al tiempo que tomaban su equipaje y lo dirigían hacia la taberna y a su vez hostal del pueblo. - No, es que yo…, respondió sin atreverse a decirles que su intención era volver cuanto antes por el mismo lugar que había venido. - Nos tiene que perdonar, pero es el día de la misa y hay que ir si o si, ya sabe, le respondió el más bajo y bien parecido. - ¿Es obligatorio ir a misa? - No hombre no, como va a ser obligatorio, le respondió, pero hay que ir. - Bueno, pues habrá que ir, yo no voy nunca pero, si es necesario iré, dijo con voz ya temblorosa. - Se lo aconsejo, se lo aconsejo, respondió el alto. Entraron en la taberna, llevaron sus cosas a la habitación que habían reservado para él y se sentaron en la mejor y más fresca mesa del local, pusieron, como excepción, un fino mantel de lino y trajeron una botella fresca de vino casero y tres vasos. Ni que decir que D. Federico solo pensaba en la forma de salir de allí una vez que fuese capaz de despistar a sus secuestradores, y por el momento, creyó, que lo mejor sería seguirles la corriente hasta que las aguas volviesen a su cauce. El más alto, a la postre alcalde del pueblo, se sentó a la mesa con él, vació el contenido de la botella sobre los tres vasos y comentó. - Bueno, bueno, así que Vd. es D. Federico, el nuevo maestro, espero que le guste más esto de lo que le gustaba al anterior. - ¿Qué fue del anterior?, ¿por que se fue?, preguntó el maestro. - No se fue, se murió, una pena, era un gran hombre. - ¿Y dice que no le gustaba esto?, no lo entiendo, a mi me parece precioso, respondió más por miedo que por convicción. - No diga eso hombre, si aún no nos conoce, pero ya verá como acaba gustándole, a D. Antonio también le gustaba en el fondo, lo que pasa es que él era un hombre de mar, había sido marinero incluso, y claro, aquí en la montaña, sobre todo en invierno cuando nieva y quedamos incomunicados, pues no se adaptaba. - Comprensible, ¿de que se murió?, si no es mucho preguntar. - Se cayó desde la torre grande de la iglesia. Por cierto, vamos a esperar unos minutos por D. Agustín, el párroco, que quiere comer con nosotros, para conocerlo, y ya de paso le contamos como funciona esto. - Nada, nada, Vds. a mandar que yo me adapto, contestó el maestro con voz entre cortada y casi entregada. - Que va hombre, tampoco es eso, aquí se hablan las cosas, y si uno cree en algo, pues lo defiende con valentía, como debe de ser. Cuando D. Agustín llegó, se dirigió a la mesa, se sentó y estrechó la mano del maestro con firmeza y entusiasmo, se presentó, le dio una palmada en el hombro al alcalde y de un solo trago vació el vaso de vino que había frente a él. -Vaya, vaya, vaya, ya tenemos maestro, que bueno, espero que le guste el pueblo, aquí se vive bien si no te complicas la vida y no le das vueltas a la cabeza, intervino. - No, yo no le doy vueltas a la cabeza, ¿Por qué iba a hacerlo?, respondió - Bueno, ahora es todo muy bonito, pero ya verá Vd. cuando llegue el invierno, ya verá ya. Lo que hay que hacer es aceptarlo, y buscarle el lado bueno, trabajar y los domingos hay que ir a la misa. - ¿Van todos?, -Si, si, por la cuenta que les trae -¿Nunca falta nadie? - Rara vez. -¿Qué les pasa a los que no van? - ¿Cómo que les pasa?, no les pasa nada, ¿Qué les va a pasar? - Como es obligatorio, yo pensé que…. - ¡Yo creí que, yo pensé que!, ¿Quién le dijo que es obligatorio?, aquí no hay nada obligatorio. - Es que yo ya he estado en otros muchos pueblos y allí casi nadie va a misa, y le digo esto desde el respeto, que no digo yo que tenga que ser así. - En esos pueblos habrá otras cosas que hacer, y además no existe “la norma” - ¿La norma?, ¿que es “la norma”? - Eso es de lo que le queremos hablar, intervino el alcalde, “la norma”, es un acuerdo que rige la vida en el pueblo, según ella, yo soy alcalde, más que nada porque nadie más aquí quiere serlo, yo estoy ya bastante harto, pero nadie se presenta a las elecciones, nadie quiere y por desgracia siempre me toca a mi, a ver si le gusta esto, se queda con nosotros y me alivia a mi de esta carga. “La norma, dice que los domingos, se aprovecha la misa, para dirimir los asuntos del pueblo, así que D. Agustín, aquí presente, realiza el oficio en 10 o doce minutos, y ya luego, se quita la sotana y como juez de paz va resolviendo todos los conflictos que han surgido durante la semana. Muchos no vienen al oficio, pero a la junta, no falta nadie, por la cuenta que les trae, como ya hemos dicho. Cando él acaba, yo presido el pleno, que aquí se hace con el voto de tos los vecinos, incluido Vd. aunque no esté censado, y cuando esto acaba, es el maestro, entiéndase Vd., el que se queda con los padre e informa de lo que considere oportuno a los padres de los alumnos. - Entonces, respondió D. Federico, ni es obligatorio, ni es una secta, ni nada que se le parezca. Pues sepan que estaba comenzando a asustarme sobre manera. - ¡Asustarse!, ¿Por qué?, ¿Qué le hemos hecho? - Cuando llegué no había nadie en el pueblo, ni siquiera en la cantina, ni camarero ni nada, con las puertas abiertas de par en par y sin nadie en ningún lugar. - Porque estábamos en misa, y nadie cierra nada porque no es necesario. Aquí todos nos queremos, nos respetamos y nos protegemos, cuando alguien necesita algo, las disputas son porque todos queremos ayudar más, y eso es la fuerza que mantiene viva y sana a nuestra comunidad. - Luego está lo de la misa, ¿en que lugar del mundo van todos los ciudadanos a misa el mismo día y a la misma hora? - Ya le hemos hablado de eso. - Y luego está el asunto del letrero, o mejor dicho, los letreros. -¿Qué letreros? -¿Cómo que letreros?, los que hay por todo el pueblo, los que sentencian con un simple amén. Pensé que eran una especie de secta en la que el cura lo manejaba todo o casi todo. Don Agustín se tuvo que levantar para coger aire después del repentino ataque de risa que le dio nada más escuchar semejante ocurrencia, y cuando fue capaz de recuperar el ánimo y la compostura, se volvió a sentar, tomó al recién llegado por las manos, apretó fuerte, y mirándole fijamente a los ojos le dijo: - Hijo mío, alma cándida, eso no es cosa mía, si no de tu antecesor, fue su idea y propuso ponerlos en todos los lugares para que los niños no lo olviden nunca y siempre fuesen fieles a ello, como ya te hemos dicho, es esa fuerza la que mantiene al pueblo contra todas las adversidades de los tiempos que corren. Fue, en mi opinión su mejor lagado, incluso le costó la vida, tal y como acabas de escuchar. - Válgame Dios, y yo pensando lo peor, pero bueno, será un gran legado, pero eso de amén, así sin más, parece un poco intimidatorio, ¿o no? - Es que no dice amén, intervino el alcalde. - ¿No?, ¿entonces que dice?, porque desde aquí mismo estoy viendo uno, y se leer. - Los letreros no dicen amén, dicen amen, así como suena, sin tilde. Don Federico volvió a leer, y fue consciente de su grave error, el que no sabía escribir era él, o leer por lo menos, no decían amén, sugerían un simple, lacónico y esclarecedor amen. Así fue como el nuevo maestro, antes de conocer siquiera la que iba a ser su habitación en aquel singular pueblo, había recibido una extraordinaria cura de humildad, una lección magistral de lo que debe ser la vida y las personas, por ello, sin darle más vueltas a las cosas, sin complicarse la vida, tal y como el párroco le había aconsejado, decidió censarse, quedarse a vivir allí y renunciar a lo efímero de la existencia para quedarse con lo verdadero, ya más como alumno que como maestro.

martes, 20 de marzo de 2018

viernes, 25 de noviembre de 2016

<a href="http://www.lulu.com/commerce/index.php?fBuyContent=18161481"><img src="http://static.lulu.com/images/services/buy_now_buttons/es/orange.gif?20161116085207" border="0" alt="Support independent publishing: Buy this book on Lulu."></a>

martes, 12 de mayo de 2015

El británico "The Guardian" incluye a las Cíes en el "Top 10" de las mejores islas de Europa

Es la única española seleccionada por el rotativo londinense. La considera "un paraíso virgen" con playas "de arena blanca y aguas turquesas" al que apoda "las Maldivas o Seychelles de España"

12.05.2015 | 08:19 La playa de Rodas, en la isla del Monte Faro.